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    -continuó mirando a Winterbourne.-. El Pincio está sólo a unos cien metros de aquí y, si el señor Winterbourne
    fuera tan cortés como pretende, se ofrecería a acompañarme.
    Winterbourne se apresuró a reafirmar su cortesía, y la muchacha le permitió graciosamente que la acompañara.
    Bajaron la escalera delante de la madre y, en la puerta, Winterbourne vio detenido el carruaje de la señora
    Miller, con el decorativo «courier» que había conocido en Vevey sentado en el interior.
    -¡Adiós, Eugenio! -gritó Daisy-. ¡Voy a dar un paseo!
    La distancia desde la Vía Gregoriana hasta el bello jardín situado al otro lado de la colina del Pincio se recorre,
    en efecto, muy rápidamente. Sin embargo, como el día era espléndido y la afluencia de vehículos, peatones y
    ociosos considerable, los jóvenes americanos vieron su marcha muy dilatada. El hecho resultaba sumamente
    agradable para Winterbourne, pese a ser consciente de lo singular de la situación. La multitud romana, lenta y
    ociosa, prestaba gran atención a la bellísima joven extranjera que la cruzaba tomada de su brazo; y él se
    preguntaba qué idea habría pasado por la mente de Daisy cuando propuso exponerse, sin compañía alguna, a la
    apreciación de esa multitud. Su misión, según parecía entender la joven, consistía en depositarla en las manos
    del señor Giovanelli; pero Winterbourne, molesto y complacido a la vez, decidió que no haría tal cosa.
    -¿Por qué no vino a verme? -preguntó Daisy-. De ésta no va a salirse tan fácilmente.
    -Ya he tenido el honor de explicarle que acabo de bajar del tren.
    -Pues debe haberse quedado en el tren un buen rato después de que se detuviera -exclamó la muchacha con su
    risita habitual-. Supongo que estaría dormido. Tiempo para ir a ver a la señora Walker sí ha tenido.
    -Conocí a la señora Walker... -empezó a explicar Winterbourne.
    -Ya sé dónde la conoció. La conoció en Ginebra. Ella me lo dijo. Bien, a mí me conoció en Vevey, que viene a
    ser lo mismo. De modo que debiera haber venido.
    No le preguntó nada más; empezó a charlar sobre sus propios asuntos.
    -Tenemos unas habitaciones espléndidas en el hotel: Eugenio dice que son las mejores de Roma. Vamos a
    quedarnos todo el invierno, si no nos morimos de la fiebre; supongo pues que nos quedaremos. Esto es mucho
    mejor de lo que esperaba. Pensé que iba a ser horriblemente tranquilo. Estaba segura de que lo encontraría
    espantosamente mezquino. Estaba convencida de que pasaríamos el tiempo dando vueltas con uno de esos
    viejos horrendos que explican las pinturas y todo lo demás. Pero esto sólo duró una semana, y ahora estoy
    divirtiéndome. Conozco a tanta gente, y todos son tan encantadores... El círculo social es extremadamente
    selecto. Hay toda clase de gentes: ingleses, alemanes, italianos... Creo que los que más me gustan son los
    ingleses. Me gusta su estilo de conversación. Pero hay americanos adorables. Nunca vi nada tan hospitalario.
    Todos los días hay una cosa u otra. No se baila mucho, pero debo decir que nunca creí que el baile lo fuera
    todo. Siempre me ha gustado la conversación. Supongo que no la echaré a faltar en casa de la señora Miller: sus
    habitaciones son tan pequeñas.
    Cuando hubieron franqueado la verja de los jardines del Pincio, Miss Miller empezó a preguntarse dónde
    estaría el señor Giovanelli.
    -Será mejor que vayamos allí delante -dijo-, la vista es mejor.
    -No piense que la voy a ayudar a encontrarle -declaró Winterbourne.
    -En ese caso le encontraré sin usted -dijo Miss Daisy.
    -¡No irá a dejarme! -exclamó Winterbourne.
    Ella dejó escapar su risita.
    -¿Tiene miedo de perderse... o de que le atropellen? Pero, allí está Giovanelli; apoyado en aquel árbol. Mira a
    las mujeres de los carruajes. ¿Ha visto usted nunca semejante aplomo?
    Winterbourne percibió a cierta distancia a un hombrecito que estaba de pie con los brazos cruzados, meciendo
    su bastón. Tenía un rostro agraciado, un sombrero colocado con mucho arte, un monóculo y un ramillete en la
    solapa: Winterbourne le miró un momento y luego dijo:
    -¿Pretende usted hablar con ese hombre?
    -¿Si pretendo hablarle? Bueno, no pensará que voy a comunicarme por señas.
    -En ese caso, le ruego que comprenda -dijo Winterbourne - que tengo la intención de permanecer con usted.
    Daisy se detuvo y le miró sin la menor huella de inquietud en su cara; nada sino la presencia de sus bellos ojos
    y sus hoyuelos alegres.
    «¡Vaya, ella sí que tiene aplomo!... pensó el joven.
    -No me gusta la forma en que dice eso -dijo Daisy-. Demasiado imperioso.
    -Le ruego que me perdone si me expresé mal. Lo importante es darle a usted una idea de cuales son mis
    pensamientos.
    La muchacha le miró más gravemente, pero con unos ojos más adorables que nunca.
    -Nunca he permitido a caballero alguno decirme lo que tengo que hacer, o interferir en algo que yo haga.
    Creo que es una equivocación -dijo Winterbourne-. A veces debería escuchar usted a un caballero... el
    adecuado.
    Daisy comenzó a reír de nuevo.
    -¡No hago otra cosa que escuchar a caballeros! -exclamó-. Dígame si Giovanelli es el adecuado.
    El caballero del ramillete había advertido ya la presencia de nuestros dos amigos, y se acercaba hacia la
    muchacha con solícita rapidez. Se inclinó ante Winterbourne lo mismo que ante su compañera: tenía una
    sonrisa brillante, una mirada inteligente. Winterbourne pensó que su apariencia no era desagradable. Sin
    embargo, le dijo a Daisy:
    -No. No es el adecuado.
    Evidentemente, Daisy tenía un talento natural para hacer presentaciones: mencionó a cada uno de sus
    acompañantes el nombre del otro. Paseó luego con uno a cada lado. El señor Giovanelli, que hablaba el inglés
    con gran fluidez -Winterbourne se enteró más tarde de que había practicado el idioma con un gran número de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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