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    compré éstas; porque no había vendido más que otras, y esas a la tiple, que viste muy bien!
    -Toda esa relación, en lo que se refiere a mi persona, es absolutamente falsa- dijo con voz bastante
    repuesta Bonis, que también se levantó para medirse con el tío-. Yo no he entrado hoy en la zapatería de
    Fuejos, y puedo probar la coartada; a las doce estaba yo... en otra parte.
    «En efecto; a las doce estaba él en casa de Serafina; todo aquello era mentira; ni la tiple había
    comprado unas botas como aquéllas, ni nada de lo dicho. Todo ello era una miserable especulación de
    Fuejos el zapatero para tentar a su mujer; pero ¿cómo siendo Fuejos su amigo, de Bonis, y excelente
    persona, se había permitido aquella calumnia? ¿No sabía Fuejos que se murmuraba en el pueblo si él,
    Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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    Reyes, tenía o no tenía que ver con la tiple?... Y sabido esto, que debía saberlo, ¿iba a decirle a su mujer,
    a la de Bonifacio, que...? ¡Imposible!» «No, la mentira no era del zapatero; era de Emma; ¡pero entonces
    la gravedad del caso volvía a ser tanta como se lo habían anunciado los sudores! Emma preparaba
    alguna gran venganza, y en el ínterin se divertía con él como el gato con el ratoncillo. Tal vez le despreciaba
    tanto, pensaba el infeliz, que ni siquiera quería concederle el honor de sentir celos; pero aunque no
    estuviese celosa, lo que es de vengarse no dejaría.»
    A pesar de estas reflexiones, la perplejidad del marido infiel no desaparecía; se agarraba como a una
    esperanza a la idea de que hubiera sido Fuejos el embustero. En cuanto tomemos el café, pensó, me voy
    a la zapatería a ver lo que ha habido.
    Pero Bonis proponía y Emma disponía. En cuanto tomaron el café, Emma, que estaba de muy buen
    humor, se levantó y dijo con solemnidad cómica:
    -Ahora esperen ustedes aquí sentados; les preparo una gran sorpresa. ¿Qué hora es?
    -Las ocho -dijo el tío, que, a pesar de sus bromitas, que horrorizaban a Bonifacio, tampoco las tenía
    todas consigo.
    -¿Las ocho? Magnífico. Esperen ustedes un cuarto de hora.
    Desapareció Emma, y tío y sobrino, por afinidad, callaron como mudos. Entre el tío y él había para
    Bonis un abismo... mejor, un océano de monedas de plata y oro, que bien subirían a... Dios sabe cuántos
    miles de reales. Había llegado a tal extremo el terror de Reyes respecto a lo que debía a los Valcárcel,
    que nunca se tomaba el trabajo de sumar las cantidades que no había reintegrado a la caja; contando los
    siete mil reales del cura de la montaña, le parecía aquello un dineral. Tanto que, a veces, leyendo en los
    periódicos lamentaciones acerca de la deuda del Estado, se turbaba un poco acordándose de la suya.
    Parecida sensación experimentaba cuando oía hablar o leía algo de grandes desfalcos, de tesoreros que
    huían con una caja y cosas por el estilo.
    Volvió Emma al cuarto de hora, en efecto, y sus comensales dijeron a un tiempo:
    -¡Qué es esto! Y ambos se pusieron en pie, estupefactos, porque el caso no era para menos. Emma
    venía vestida con un magnífico traje, que ninguno de ellos le conocía; traía la cara llena de polvos de
    arroz; el peinado de mano de peinadora, cosa en ella nueva por completo, pues nunca había consentido
    que le tocasen la cabeza manos ajenas, y lucía una pulsera de diamantes y collar y pendientes de la misma
    traza, todo muy caro y todo nuevo para el esposo y para el administrador.
    -Esto es... esto -dijo ella. Y puso delante de los ojos de su marido un papelito amarillo, que decía:
    Teatro principal. Palco principal, núm. 7-. Esto es que vamos al teatro, al palco del Gobernador militar
    que, como no tiene familia, casi nunca lo ocupa. Conque, hala, tío, a ponerse de tiros largos; y tú, Bonis,
    ven acá, te visto en un periquete.
    Emma no dejó tiempo a sus subordinados para seguir asombrándose de aquella inaudita resolución.
    Ella, que tantos caprichos había tenido toda la vida, jamás se había mostrado aficionada al teatro, y
    menos a la música; desde su malparto a la fecha, y ya había llovido después, no había estado en el coliseo
    cuatro veces: la Compañía actual no la había visto siquiera, y ya estaban acabando el tercer abono... y de
    repente ¡zas!, sin avisar a nadie, tomaba un palco, y a la ópera todo el mundo. Así pensaba Bonis,
    equivocándose en algún pormenor, como se verá luego, y algo parecido pensaba el tío. Pero éste, como
    acostumbraba, hizo pronto lo que él llamaba para sus adentros «su composición de lugar»; es decir, el
    plan conducente a sacar de todas aquellas novedades extrañas el mejor partido posible para sus intereses;
    y sin decir oxte ni moxte, sonriente, salió del comedor y volvió a poco, vestido de levita negra, con un
    sobretodo que le sentaba de perlas.
    -También era presentable el tío mayordomo -pensó Emma-; pero esto no quita que las pague todas
    juntas, como todos. [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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